Gato viejo gato joven

2017-06-6--15-55-18Gato viejo se encontró a gato joven en un techo que no era propiedad de ninguno, por eso cada uno se sentó en un cucurucho con cierto derecho de andar en tejado ajeno.
Gato joven le sonrió. Era sociable y gustaba de tener amigos por todos lados. Es mejor estar de acuerdo que en desacuerdo. Eso lo dijo toda la vida.
Gato viejo en cambio era un gato jodido, de pocas pulgas en verdad porque tenía la sangre amarga y le sucedieron cuando era muy chiquillo, aún después, cosas terribles.
Huérfano desde que nació, de padre desconocido, tuvo que defenderse desde el mismo principio, cuando era un gatito de ojos azules, de pelo sedoso y aún no podía maullar. Casi de un mes, alguien le majó el rabo y por eso no podía levantarlo ni cuando lo asustaba un perro o lo desafiaban a un combate. A los seis meses por una novia majadera que lo llamaba día y noche, perdió uno de sus ojos azules. De un rasguño feroz, se le cerró el ojo para siempre. Sólo le quedaron las pestañas encrespadas y un aire de pirata.
Su nariz respingada, con dos cicatrices abombadas, hablaba de derrotas y victorias, que no siempre perdió porque afiló las uñas en cada rato libre. Además se entrenó muy bien en eso de sorprender, de caer sobre la presa lateralmente, del lado del ojo bueno, y en eso de hacerse completamente el muerto cuando ya estaba decidida su derrota.
A gato viejo no le importaban las enfermedades, porque las había tenido todas: tos ferina, difteria, envenenamiento por comerse una rata envenenada, disentería, laringitis y un catarro tras otros, además de pulmonía. Y como si fuera poco, era un experto en aguantar hambre, al punto de que perdió el gusto por la carne, la leche, el queso. Aprendió a escarbar y comer lombrices como las gallinas, a saborear el pasto con la paciencia de las vacas, a cazar moscas con la rapidez de cualquier insecticida y a hurgar en basureros para saborear desperdicios y restos de comida fermentada.
Y a pesar de su vida sin casa ni cosa que se le parezca, gato viejo luce saludable con sus dos orejas comidas por una sarna, que venció cuando ya corría por su oído interno con una música de zumbidos que no le gustó para nada. En la tarea perdió pedazos de orejas y un poco de su apariencia de gato entero.
Gato viejo no devolvió la sonrisa a gato joven. No fuera a ver que le faltaban los dos colmillos delanteros.
Gato joven se le acercó sonriendo más abiertamente y con un movimiento coqueto de cola que gato viejo admiró con plena sinceridad. Le dijo quiero ser tu amigo, me gusta la experiencia que se te ve por todo el cuerpo.
El elogio es arma que abre puertas. Gato viejo suspiró complacido. Con voz de bajo, esa voz que dice o o o con ecos de caverna, sin abrir mucho el hocico para que no se notara la ausencia de muchos de sus dientes, dijo qué puede querer de mí un gato joven tan apuesto que empieza su vida y se nota que tiene más de lo que necesita.
Gato joven tenía en verdad más de lo que puede aspirar un gato que sueña: hogar, linda dueña que lo llamaba tesoro, cinta roja y cascabel de plata, almohadón de plumas, comida de tarro con vitaminas, siesta en el jardín mientras disimula las ganas que le tiene a los pájaros que saltan de rama en rama, y regaños porque se revuelca en el pasto para perder ese olor apestoso de talcos con que lo cargan cada vez que le descubren una agradable y traviesa pulga.
Pues me interesa la libertad que se te ve en tus gestos, dijo gato joven a gato viejo, yo vivo bien pero condicionado a ser siempre gato lindo y mimado como un juguetito. Siento que carezco de tus aventuras, de tu sabiduría, de esa vida que se adivina en tus cicatrices.
Gato viejo se sintió mal, muy mal, tuvo ganas de vomitar. Así que sus cicatrices se veían. El con su único ojo las miraba con un disimulado consuelo. Había llegado a la conclusión de que los otros no se fijaban y lo pasaban por un gato cualquiera.
Pero ahora ese aprendiz le venía a confesar que su vida, su vida tan ingrata, estaba expuesta a que cualquier gato afeminado y compuesto la viera entera y de un solo vistazo. ¡Que ingrato le resultaba que lo miraran tan afuera y tan adentro!
Gato viejo contestó que las apariencias engañan, siempre engañan jovencito, y al decir jovencito tomó un tono de maestro que lo engrandeció en su cucurucho. Entonces se quiso volver falsamente modesto y habló sobre la sabiduría que no dan los años, hay gatos viejos muy estúpidos, sino el vivir de frente con cierto aire de soberbia y mucho de valentía.
Eso es lo que quiero, gritó gato joven, que me digás cómo se vive así, porque yo soy un gato pendejo, no me han dejado vivir, ni ser un gato legítimo.
Gato viejo entendió en ese momento su vida entera, por eso parpadeó su ojo abierto, azul de azul de cielo.
Muchachito, le dijo, cada uno tiene su destino y el tuyo es de gato casero, que no es del todo malo si pensás en cómo está la situación de difícil y la estadística sobre los muchos gatos que quieren ser gatos en un mundo sobrepoblado de gatos callejeros, de gatos vagabundos, de gatos poetas, de gatos artistas, de gatos cantantes, de gatos escultores y de gatos gatos. La cosa está jodida porque hay hambre y no todos aprenden que hay que ser gato a como se pueda. Los carniceros nos venden como si fuéramos gallina o conejo. Hay quien dice que somos la esperanza de una carne blanca que está desapareciendo y hay quien nos acusa de alérgicos y contaminosos. Los políticos afirman que somos parásitos y los economistas vaticinan que si pagáramos impuestos, se podría atender la deuda externa. Somos, en verdad, medio inservibles, ni sembramos, ni predicamos, pero comemos y ocupamos lugar en el espacio, contaminamos y utilizamos el amor de quienes se embriagan en la mansedumbre de nuestro origen de fiera sin piedad.
Gato viejo se extrañó de sus propias palabras, no sabía que fueran tantas y con tanta propiedad de perspectiva. Se fue embriagando en ellas y sintió necesidad de decirlas, aún cuando se notara su encía inferior vacía.
Yo no puedo aconsejar, soy un simple gato viejo con un válido testimonio de sobrevivencia. A pesar de lo que me falta me siento gato entero. Y sé que cualquiera que sea tu destino, volverás hacia preguntas eternas: quién soy y para qué soy.
Gato joven dejó de sonreir y se sintió amargo, quizá porque su cinta de terciopelo rojo lo ahogaba, quizá porque cada vez que se movía la campanita de plata le hizo perder palabras importantes, quizá porque nunca descubrió la luna azul que se había empozado en aquel único ojo azul, quizá porque aquel gato viejo le empezó a resultar insoportable.
La noche, continuó gato viejo, es mi gran casa, la casa de todos los míos, porque brillo con ella, porque me confundo con ella, porque me hermano con ella, porque me despierto con ella y me alargo y me prolongo y me retozo como en la hora más larga, la que extiende mis uñas y mis maullidos, la que acoge mis quejas, la que me hace invisible y poderoso, la que me da llaves para entrar en todo, hasta en tus pendejos rincones.
Gato joven erizó su rabo y maulló angustias.
Y si tenés que escoger, muchachito, escogé lo grande, los gatos grandes aman lo grande, el rato largo, el rincón propio, el territorio absoluto, la plaza asoleada, la mecedora entera, el campanario silencioso, la estatua patriota, la iglesia vacía, el parque solitario, la casona abandonada, el cucurucho sin propietario.
Gato joven lo atacó de un solo zarpazo y regresó sonriente a su almohadón de plumas, allí donde alguien lo llamaba tesoro.
Gato viejo, ya repuesto del golpe, entró con aire bohemio al parque de su noche noche. Venía maullando la canción de me buscas y me encuentras. No tenía dolor alguno, menos tristeza. Con el corazón alegre se confesaba así mismo que es difícil enseñar a quien no quiere aprender.
Carmen Naranjo Coto.
*Tomado del libro de cuentos «Nunca hubo alguna vez» de Carmen Naranjo

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